Estas creaciones, que hoy acompañan festejos de carácter religioso y también populares, están originalmente vinculadas a ritos ancestrales de fertilidad de la tierra, a las cosechas y a la armonía con el medio natural. Aunque originariamente se hacían solo con elementos vegetales, hoy algunas localidades añaden materiales que les son propios, como las conchas en Bueu, el serrín de madera en A Estrada y, de forma general, la sal teñida en casi todas las localidades cuando la flor escasea o cuando se busca emular la perfección de los tapices. Más allá de su valor estético, representan un ritual de pertenencia y renovación colectiva. Encontramos alfombras de flores en muchos otros puntos del Estado, en Europa y en países tan alejados como Japón o México, pero es en Galicia donde mejor se conserva la tradición y todo el significado simbólico que le da sentido: el tipo de flores y hierbas que se usan, los lugares donde estas deben ser recogidas, el recorrido sagrado, las danzas que acompañan las celebraciones... Todo forma parte de un legado que debe ser conservado, y en ello trabaja la Federación de Alfombristas de Galicia, en la que se integran numerosos colectivos pontevedreses y que ya consiguió que la Xunta lo incluyese en el censo gallego de patrimonio inmaterial y que el Ministerio de Cultura lo declarase manifestación representativa del patrimonio español. Ahora, tras confiarle a la antropóloga Ana Filgueiras la elaboración de una rigurosa investigación, se espera a la decisión de la Unesco para que esta práctica sea incluida en la Lista representativa del patrimonio cultural inmaterial de la humanidad.